Conviene reconocer la sexualidad infantil para entrenarnos en su orientación
por Claudio Jonas
Reconocer la existencia de la sexualidad infantil y entrenarse en su orientación no sólo es conveniente sino que es fundamental
De distintas maneras vengo diciendo, en varias de las notas anteriores, que la sexualidad infantil existe desde la primera infancia, y que forma parte indispensable e indisoluble de la naturaleza humana.
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La insistencia se debe a una íntima convicción: cuanto más sepamos al respecto, más fácil será intervenir para su normal desarrollo y menos desviaciones estaremos promoviendo.
Una manera gráfica de representarse los efectos de las intervenciones sobre la sexualidad infantil y sus posibles destinos, es imaginarse viviendo a la orilla de un arroyo que, por un lado aporta el agua necesaria para el consumo, y por otro, es factible aprovecharla para otros usos (riego, cría de ganado, energía motriz, traslado en embarcaciones, generación de ollas naturales para recreación, etc.). Claro que como cualquier curso de agua, está sujeto a que en épocas de deshielo o fuertes lluvias, aumente su caudal, de manera inesperada y con volúmenes impredecibles.
Tengamos en cuenta entonces, que las intervenciones que vayamos realizando para evitar los posibles desmadres cumplan con la función que se espera y no generen pérdidas o daños mayores que los conocidos.
En el caso del arroyo, difícilmente a alguien se le podría ocurrir que ignorar completamente su existencia, al mismo tiempo que renunciar a sus posibles ventajas, podría ser la mejor manera de prevenir indeseables consecuencias futuras.
Lo mismo aplica a los temores que se tienen sobre las formas que la sexualidad puede adquirir en el futuro. Es obvio que tanto el arroyo como la sexualidad infantil no dejarán de existir porque se los ignoren.
Si la alternativa fuera construir un dique que prevenga de futuros desbordes, queda de por medio la elección de los materiales con que se lo va a construir y la altura que garantice su efectividad.
Si bien las expectativas de ambas acciones -desconocimiento o bloqueo- en los casos del caudal de agua generarían dudas sobre sus posibles resultados, cuando se actúa sobre el caudal sexual, pareciera que la racionalidad se agota.
Después, cuando de evaluar desmadres y desbordes se trata, ya sea por acumulaciones no previstas, o desvíos preocupantes, raramente se reflexiona sobre las posibles causas y se la emprende indiscriminada e infructuosamente contra los efectos.
¿Existe alguna manera de direccionar esa corriente hacia un mejor destino?
Existe, pero, requiere en primer lugar, resignar aquellos recursos que, a pesar de haberse utilizado durante generaciones, sólo han cosechado fracasos. Cosa que es más fácil decirlo que hacerlo.
Luego, en una segunda instancia, es recomendable reconocerse sin experiencia en estas ligas.
Cuando el agua de nuestra analogía, se filtra dentro de nuestro hábitat, estamos reconociendo que la sexualidad busca circular dentro de la propia familia, confluye con posibles afluentes (se junta con padres, hermanos, tíos, primos, etc.) y nos fuerza a intervenir. En esos momentos la reacción que tiende a aparecer de manera casi refleja, es la que nos confronta con nuestros temores, fruto de nuestra ignorancia.
No se trata de ignorar ni de bloquear. Requiere ni más ni menos que lo que un especialista en riegos pondría en práctica: administrar ese maravilloso caudal que es el agua (y la sexualidad)
¿Cómo se administra?
Transfiriendo conocimientos culturales a las nuevas generaciones, como de hecho se hace con los lugares, momentos y formas de alimentación, tanto como con las costumbres higiénicas de limpieza, y control de esfínteres. Nadie niega su existencia y casi nadie espera que se acomoden por el simple paso del tiempo.
La sexualidad no tendría porque ser la excepción, ¿no?
¿Por qué se la hace aparecer como inmanejable? ¿Qué nos impediría informar, tantas veces como fuera necesario, que la sexualidad no se comparte en el seno de la propia familia? Y que tampoco se debe aceptar ni imponer a quien no esté de acuerdo, que la intervención de adultos -familiares o extrafamiliares- en el interjuego sexual, no corresponde ni conviene a los niños, ni es la mejor opción para los adultos, que han sido «mal educados» con las mejores buenas intenciones.