No es nuevo que la muerte y el sufrimiento sellan sin cerrar cada etapa de la historia. Ni qué hablar del periodo inaugurado por Cristobal Colón.
La muerte, el trabajo hasta extinguirse la vida, el quiebre de los núcleos familiares, los abusos de todo tipo, el trabajo forzado de niños a gran escala, la tortura física al servicio de… ¿de qué?
Con violencia y depredación, Europa «desarrolló» su economía. El resultado fue el empobrecimiento americano, que para explicarlo se inventó una supuesta «acción civilizatoria» de los europeos, algo así como que les hicieron un favor.
Esa es la explicación de porqué en las láminas escolares a los indios se los mostraba recibiendo extrañados a Colón: eran zonzos, pavos, fáciles de engañar. En todo caso les hicieron de protectores y les enseñaron. Eso fortaleció el mito, que los indios eran atrasados culturalmente. Y que fueron los europeos quienes lo hicieron todo.
«Cuenta la historia oficial que Vasco Núñez de Balboa fue el primer hombre que vio, desde una cumbre de Panamá, los dos océanos. Los que allí vivían, ¿eran ciegos?»
La pregunta le pertenece a Eduardo Galeano, el hombre que le devolvió a América una autoconciencia, una memoria propia en el libro Las Venas Abiertas de América Latina.
Ese libro quitó a Europa su calidad de «sujeto que hace la historia» al devolverles la historia, una voz a aquellos muertos de cansancio, amasijados por la espada del conquistador por no saber hablar el español, muertos en el socavón de la mina de la plata o asfixiados por los gases del mercurio.
Hay otro libro, Los Vencidos de Nathan Wachtel. Recuperó la voz, la organización, la forma de vivir antes de la conquista y lo sucedido durante ella también. ¿Cómo vieron los indios a esos hombres rubios que venían montando animales que desconocían?
Pese a tener estas obras 40 años no pierden actualidad, principalmente en su objetivo de instalar el tema como una problemática cultural. Es decir, no solo como un problema que atañe a que conozcamos a aquellos sojuzgados por Europa, sino al problema político de la cultura: ¿cómo aprender de lo que es diferente?
El cosumo también es un problema culturalmente político. ¿Saben los niños que cuando los pintan de negro con un corcho quemado representa un esclavo? ¿Saben que esos hombres era soportaban los más increíbles tormentos? Yo digo que ningún niño se disfrazaría si conociera de qué se trata.
En los pocos lugares donde se admiten las opiniones estos problemas no se discuten por la misma razón extraña que considera una falta de respeto que los niños usen gorra mientras cantan el himno nacional.
Por eso es valioso descubrir un libro que aborda en otra perspectiva la discusión sobre la relación de las instituciones con la cultura y el arte. Se trata de A la Cárcel, del chileno Ricardo Elías, publicada en una preciosa edición por la editorial Alto Pogo.
Es una obra que gracias al humor lleva de las pestañas al lector por una serie de acontecimientos que no son insólitos, sino inesperados. En él, el sueño de la libertad termina por ser el de la cultura cuando cavando un túnel los presos encuentran un dinosaurio.
El hecho desencadena, como es esperable, un redimensionamiento de la cárcel. Y de pronto, lugares como la biblioteca, que nadie había pisado desde la inauguración, cobran sentido, tiene un para qué.
Hay un fuerte simbolismo en la novela, que entre las risas cómplices arranca reflexiones que ponen en duda los propósitos expresos de las instituciones, pero también , y fundamentalmente, invitan a creer que si queremos recomponer, reconstruir, acercar, comprender el acceso a la cultura y a los bienes culturales es fundamental. Un extracto:
Esa misma tarde, alimentado por la curiosidad, Lalo acudió a la biblioteca, un salón gigantesco ubicado en uno de los pasillos del ala sur. Repleta de repisas y libros, la biblioteca de la cárcel había sido implementada gracias a un programa estatal sumamente publicitado. En sus anaqueles podían encontrarse libros clásicos y literatura contemporánea en ediciones de lujo, hasta rarezas como una versión del Quijote en jerga coa. La pulcritud de sus paredes, alfombra y sillones se debía, entre otras cosas a que nadie entraba. Ningún preso cruzaba la puerta de esa biblioteca ni por obra del equívoco. La única vez que hubo gente en su interior fue para su inauguración. Asistió hasta el presidente de la República. La más completa y moderna biblioteca carcelaria de Latinoamérica. Todos los medios cubrieron el evento. Esa la última vez que alguien puso un pie dentro. Alguien que no fuera Olmedo, el profesor de castellano del liceo de la cárcel, una salita ubicada al exterior del recinto penal, creada para educar a aquellos hijos de presos que no habían asistido nunca al colegio. De vez en cuando, Olmedo ingresaba a la biblioteca en busca de algún título para leer. Esa tarde, el profesor ya se disponía a apagar la luz cuando Lalo Cartagena entró.
-El baño está al final del pasillo -indicó Olmedo.
– Vengo a la biblioteca, profesor -respondió Lalo.
-¿A la biblioteca? -preguntó Olmedo extrañadísimo.
-Sí, y ya que está aquí, voy a pedirle que me ayude. Ando buscando un libro sobre huesos antiguos, huesos enterrados.
Olmedo lo miró detenidamente sin poder convencerse aun de lo que estaba oyendo:
-¿Te diste fuerte en la cabeza?
ELIAS, Ricardo. A la Cárcel. Alto Pogo, Buenos Aires, 2018, ps. 219.
Por David Chiecchio