Por Andrés Russo

La feria del libro de Junín anunció para su edición del año 2018 la presencia de Angélica Gorodischer. Sin disimular mi fanatismo, ni mi desesperación, hice todo lo posible para poder acercarme a ella. No sé cómo conseguí un «sí» para entrevistarla. A partir de ese momento no pocos temores comenzaron a acecharme. ¿Cómo hacerme cargo de ese deseo convertido en realidad? Acostumbrado al no, un sí me ponía en una situación en la que, forzosamente, tenía que innovar.

Lluviosa tarde de septiembre. En el taxi, desde casa hasta el hotel, recreo las imágenes que tengo en mi mente sobre Angélica. Mi atribulada conciencia no sabe cómo lidiar con el encuentro con una gran escritora. Cuando ya estoy en el hall del hotel me digo, una y otra vez, que Gorodischer es una maga, incansable creadora de efectos y que logrará propiciar un entorno donde lo imposible se vuelva un ameno tránsito. Afortunadamente, más para mí que para ella, fue lo que sucedió.

Angélica avanza, junto a su esposo Sujer. Alguien, allí es donde el recuerdo se desdibuja, oficia las cortesías de rigor. Por supuesto, nadie dijo «Angélica Gorodischer», porque hubiera sido como introducir a Jorge Luis Borges. Esa torpeza se evitó. Dispongo en la mesa sobre la que íbamos a conversar libros que llevé de mi biblioteca y que oficiaron como red de contención. Goro, tal como ella llama a su esposo, nos acompaña. Se suma mi amiga Marcela Nicola, que vivió muchos años en Rosario (la indiscutible patria de los Gorodischer). Hablan sobre la calle San Martín al 4700, la casa de Angélica y Goro, dirección que en la ciudad santafesina todos conocen y que ellos no se preocupan en ocultar (además su número telefónico se podía encontrar en la guía).

Termino de disponer a Bradbury, Le Guin, Eco, Asimov, algo de la vasta obra de Angélica, y comenzamos a grabar. La situación me seguía pareciendo un tanto inabordable. La única solución que se me ocurrió en ese momento fue hacer la entrevista como si estuviéramos en un tiempo y un espacio más propicios. Después de todo, como siempre decía Angélica glosando una máxima que intenta iluminar las más desafiantes ideas de Einstein, «el espacio es una cuestión de tiempo». Y lo que no teníamos era tiempo, porque la cultura se enlata como sardinas. «20 minutos es lo que graba la cámara». Angélica nunca volvería a Junín, ni yo podría dar con ella en Rosario. Lo presentí de esa manera, con la fatalidad con la que juzgo casi todas las cosas. Supe que tenía que lograr en muy pocos minutos lo que esperaba obtener de una conversación algo más sosegada.

La cámara empieza a grabar, el bullicio se apodera del salón, Gorodischer no se inquieta, mira los libros que hay sobre la mesa. Lanzado al vértigo de los acontecimientos, digo lo esperable: «Una de las escritoras argentinas más importantes de las últimas décadas». Angélica se rió y me dijo, lo que repetirá varias veces esa tarde, «¡Qué exagerado sos!«. Me examinó con una lúdica curiosidad. Se sabía una gran escritora y a través de la conjunción de sus sentidos (que eran mucho más que cinco) se percató de mi esfuerzo por ser digno de ese momento. Gorodischer me proponía, tácitamente, un juego superador respecto de las convenciones que impregnan al periodismo cultural. Acepté el desafío. El resultado, y no los recuerdos que mi memoria en este momento selecciona, se encuentra al final de esta nota.

La peor entrevista es aquella en la cual el entrevistador lanza una pregunta para pensar, con muy mal disimulada premura, en la próxima. El entrevistado, en esos casos, se sabe no escuchado y, rápidamente, el encuentro languidece en una serie de lugares comunes. Los libros, una vez más, salieron al rescate. No pierdo un instante y le propongo que conversemos sobre ellos. En la mesa estaba Kalpa Imperial, libro esencial para entender a Gorodischer: «Y está traducido a tantos idiomas el Kalpa. La traducción francesa es perfecta», dijo Angélica. Sentí que por modestia omitía la traducción al inglés que hizo la enorme maestra de la ciencia ficción, Ursula K. Le Guin. El acto de justicia literaria que Gorodischer merecía. No se detiene excesivamente en ese honor, al que reconoce como un orgullo de vida, y pasa a hablar de lo que siempre le interesó: los escritores y escritoras. Tomo el libro La mano izquierda de la oscuridad. «La Le Guin era una escritora sensacional. Cuando la leí en inglés quedé fascinada. Yo la decreto mi hermana«. Y es verdad, se parecen con todo lo distinto que tienen. Angélica aclara la naturaleza del parentesco: «No tanto en lo formal, pero sí con lo que había detrás». A Gorodischer siempre le preocupó lo que sostiene a la narrativa más allá de la trama. Buscaba su nivel de justificación más profundo. Repetirá varias veces que lo importante viene dado por ese trasfondo y que, especialmente, se debe buscar en la ciencia ficción donde la fascinación por la historia que se cuenta en primer plano muchas veces enmascara algo más profundo que una aventura espacial o meros ejercicios de anticipación científica.

Le recuerdo lo que había escuchado hasta el cansancio, pero que con elegancia borgeana siempre atenuaba, y es que entre las posibles herederas contemporáneas de Le Guin solía citarse su nombre y el de Margaret Atwood. Omite, nuevamente, cualquier consideración sobre sí misma y se refiere exclusivamente a la autora de El cuento de la criada: «Me parece una excelente escritora […] Es una escritora de hacha y tiza». Remarca la condición de aguerrida, de audaz, de duelista que sale triunfante del combate fundamental, el que se tiene, incansablemente, con la escritura. Angélica recordará en un momento: «Me pasé ¾ partes de mi vida con la pluma». Las grandes declaraciones, hechas con la calidez de lo coloquial, siguen resonando en mi memoria a través de los años. En ese momento llegamos a lo que me parece medular de la conversación. Mencioné  El hombre en el castillo de Philip K. Dick, a quien encomia sin dudarlo, y aproveché para preguntarle cómo evaluaba a la ciencia ficción que se intersecta con la distopía. No vaciló en su respuesta: “Es lo más interesante, porque lo otro, lo de las exploraciones espaciales y esas cosas, no son muy interesantes. Siempre pasa más o menos lo mismo. Está todo tan marcado, que sale enseguida, pero las distopías son muy interesantes, porque [ponen de manifiesto] para qué lado trabaja la mente de un autor que dice vamos a hacer un mundo que sea igual a este, ‘pero’, y detrás de ese ‘pero’ está todo. En la ciencia ficción lo que importa es lo distinto, lo que pinta como lo igual hasta que de repente te sacan todo eso de raíz y te encontrás con un mundo totalmente distinto. Eso es lo bueno«. Eché mano de esa caracterización magistral para volver sobre uno de sus personajes más queridos por lectores y lectoras: Trafalgar Medrano. Trafalgar, libro que recomiendo fuertemente para ingresar al mundo Gorodischer, y que está repleto de los “pero” que a ella tanto le gustaban, esos que habilitan mundos donde se cuentan buenas historias sobre el tránsito entre lo cotidiano y lo extraordinario. Angélica en “Trafalgar” nos cuenta, apelando a una hilarante publicación de sociedad, “¿Quién es quién en Rosario?”, acerca de la vida social y demás hechos capitales del señor Medrano. Eso es lo público. La verdad profunda se manifiesta en la atenta escucha que solo puede propiciar un bar, con ciertas particularidades. Allí es donde Gorodischer introduce, sin énfasis grandilocuentes e innecesarios, el cambio de perspectiva: «No he sabido nunca si es cierto o no que Trafalgar viaja por las estrellas pero no tengo por qué no creerle. Pasan tantas cosas más raras«. Así queda establecido que Trafalgar es un próspero comerciante intergaláctico, que entre sus máximas acerca de la política cósmica asienta: «En los mundos civilizados no hay aduanas, viejo. Son bastante más vivos que nosotros». ¿Cómo no fascinarse con un personaje así? Angélica, de regreso en nuestra charla, lo define como «Un tipo de café. Un atorrante de estos que va al café, charla con los amigos, pero detrás de eso te encontrás que hay algo mucho más interesante. Que le da al lector, espero, para pensar ‘caramba, pero todo estos amigos con lo que voy al café, ¿será lo que parece que son?’ o, habrá también, como en Trafalgar, algo atrás. ¿Y uno qué sabe?». Es así, uno qué sabe. Lo que yo sí tengo claro es que a mí se me hace cuento que digan que Angélica se ha ido.

La entrevista de Andrés Russo a Angélica Gorodischer en este link

Presentación en la feria del libro

Columna de Andrés Russo en la Furia del Libro: