En ese lugar, con todo ese griterío, donde parece que un alboroto lo hace inhabitable, precisamente ahí sucede en un fenómeno del todo inesperado: el juego de los niños, que está en todos lados.

El juego es la forma de aprender durante la etapa más importante de nuestro desarrollo, la niñez. ¿Pero podríamos decir que el juego es tomado como una cosa seria? ¿Qué se dice sobre el juego y la diversión en las escuelas?

El juego, entre varias cosas, supone variación de la forma en que se lo realiza, alternancias con descansos, el aburrimiento (germen del juego), aparición de conflictos (evaluación de soluciones), representaciones, juego de roles, risas, llantos, lo inesperado…

Si el juego es un importante medio para el aprendizaje ¿por qué los niños piden en las escuelas que los docentes los tratemos bien? «Que no nos diga cosas», «que tengas buena onda», «que nos dejes ir al baño». Una reflexión de este tipo también explica porqué para los niños la escuela pierde significado: «vengo porque me mandan» me responden todos los años cada año, la mayoría de los jóvenes.

Un joven, ya en secundaria, corpulento, decidió vivir solo para evitar los conflictos de su casa. Entra al aula tarde, pero la preceptora sabía que no iba a faltar: «viene seguro». Entra, se sienta, no responde mi saludo. Hay solo dos alumnos en un aula preparada para 12 con distancia social. Mira el celular, la «clase» transcurre indistintamente. Él está ahí, fin. «¿Vos sos X? ¿Me querés contar algo así nos conocemos? Me dijo la preceptora que laburás mucho». Trabaja a la mañana de pintor, va a la escuela, después trabaja en un taller y por la noche hace repartos. Eso para las autoridades escolares era muestra de «dedicación».

Para que los castillos de cristal se derriben a veces basta una pregunta: «Y qué ves en la escuela? Digo, hacés tantas cosas.. ¿qué encontrás en la escuela que te hace venir?». Lapidariamente me respondió «Porque quiero ser policía». El caso, que podría haber sido puesto como ejemplo en una nota televisiva, ahora era la prueba de la larga crisis educativa. Una paradoja para la escuela que, como los castillos medievales perdidos en las campiñas europeas, son hermosos pero nadie los habita.

¿Y por qué a pocos les gusta? Además de la injusta tarea para hacer en casa (que tiene los días contados), el temor que generan las lecciones (demostradas ineficaces) y la pérdida de tiempo de los exámenes (que no estimulan el aprendizaje) hay un ingrediente en la educación que la hace «amarga»: los planes, las secuencias, la elaboración intensa de la actividad escolar hace que las clases (y sus efímeros habitantes, los profesores) pasen levemente, insignificantes y que ser un «buen estudiante» sea una invitación a usar la astucia más que la inteligencia y, contrariando a la ciencia, enfocarse en los resultados (calificación) y no en los procesos (evaluación).

Lo que pueda suceder en la escuela es «esperado», «imaginado» por los estudiantes desde que toman su desayuno o el almuerzo en casa. Una rutina, incluso cuando entendemos por rutina un ritmo, un patrón de cómo lo que sucede varía. Si hay palabras que no pueden decirse, también en la escuela hay un repertorio de movimientos admitidos y otros que no. La escuela es sinónimo de «lo esperable» por ello algunas buscan regular todavía la vestimenta, como en el siglo XIX.

A la excesiva carga de reglas como no ir al baño en hora de clase, normas como quitarse el gorro en clase («te imaginás si todos estuviéramos con gorros en el aula» dijo la profesora), estándares, planes, previsiones… los profesores debemos comenzar a ganar lugar para una verdadera educación. Para descubrir el camino, tal vez, sea una buena consigna preguntar en nuestras aulas «¿qué puedo hacer yo para que la escuela sea un lugar donde quieras venir?». Lo que me recuerda al físico Illya Prigogine, autor de «Tan solo una ilusión»:

«Quizás el aspecto más inesperado es que, a todos los niveles de orden, aparece la coherencia del caos para condiciones de no equilibrio: un mundo en equilibrio sería caótico, el mundo de no equilibrio alcanza un grado de coherencia que, para mí al menos, es sorprendente».

Por David Chiecchio