Por Andrés Russo*
Alguien lee en un rincón. No quiere ser descubierto. En su tiempo libre, el poco del que dispone, lo consume en la lectura de un libro que lo avergüenza. Teme ser expuesto, porque lo obligaría a aceptar que hay deseos que lo atormentan. Se resiste. Kazuo Ishiguro ha creado un personaje, Mr. Stevens (hijo), que es un arquetipo de las formas extremas de la represión, enmascarada bajo la severa dignidad de un hombre servicial. Obediencia, eficiencia, discreción. Su satisfacción es ser reconocido, pero sin dejar de pasar inadvertido. Un fantasma con renombre. ¿Cuánto más puede brillar la fina platería? Mr. Stevens hace de cada superficie un espejo, pero en ninguno puede verse. Los ademanes ceremoniosos definen una autocensura, aparentemente, sin fisuras, pero sabemos que hasta los muros más sólidos acaban por agrietarse.
James Ivory filmó una de las películas más extraordinarias de los años 90: Lo que queda del día. La dupla actoral, como sucede con las películas que se vuelven clásicos, hoy se hace insustituible en la mente de los espectadores: Anthony Hopkins y Emma Thompson. La novela de Kazuo Ishiguro (Los restos del día), elegante y minuciosa, se sitúa en un tiempo de enormes tensiones políticas. A las luchas exteriores, en las que la aristocracia inglesa se sentía naturalmente convocada, se contraponen las luchas interiores, la de los plebeyos, donde lejos de dirimirse el destino del mundo se sueña a una escala mucho más modesta y también, más real. ¿Mr. Stevens tiene claro esto?, ¿con quién acabará pactando? Lealtad y traición, buenas costumbres, deseos contenidos. ¿Cómo alguien que se percibe digno, en la medida en que presta sus servicios con excelencia y profesionalismo, puede avizorar como posibles los arrebatos de lo humano? Los pequeños hombres lidian muy mal con las tempestades de la pasión. La quietud exacerbada es tentada por el viaje, en un intento final de recobrar el tiempo perdido.
El viaje requiere un propósito que siempre es, secreta o manifiestamente, psicológico. Un viajero salda cuentas, aunque no lo sepa. Lo asiste el presentimiento de estar dando cumplimiento a un destino. Podría pensarse que eso es válido para el viajero épico, como Ulises, pero con el tiempo no es difícil convencerse de que todo el mundo busca su Ítaca, probablemente no con la magnificencia del héroe homérico. En cualquier caso, la obstinación humana es indispensable para vivir y, más allá, para justificar las diversas formas del viaje, tanto las placenteras como las agonales. Por el contrario, la prudente razón postula el método de la inmovilidad, del que echan mano los cobardes sedentarios.
Alguien me sugeriría que realice la siguiente aclaración: el viaje de un neurótico satisface esa necesidad de encontrarse con algo esplendoroso que, supone, existe en determinado lugar y por el que se arroja al frenesí de la aventura. Esa hipótesis da por supuesto que ese tesoro vital, siempre difuso en su concepción como todo vástago del deseo, es inhallable en donde se encuentra. El viajero busca una experiencia original, una revelación, no un simple afán de novedades, como el que introduce este o aquel paisaje. Hay quienes buscan destinos deslumbrantes, para que la conciencia de la evasión se ahogue en un perdurable éxtasis. Estos viajeros son los grandes negadores de la muerte. Si hay un paraíso, entonces está en algún lugar donde se funden continentes, en la montaña más alta, en un archipiélago exótico o en la más bulliciosa e irresistible de las ciudades. El viajero es el último fervoroso creyente.
Otros dirán, y concuerdo, que un paisaje no demasiado bello es el más propicio para que el viaje físico sea el complemento ideal para el auténtico viaje, el interior. Es la forma de viajar que adoptara Mr. Stevens. Pensemos, por ejemplo, en la campiña inglesa. No creo que esté entre los primeros lugares de la lista de ningún viajero, pero convengamos en que ofrece una armonía decente y propicia para perderse en el laberinto de la mente, mientras la naturaleza se brinda con discreción, esa virtud que tanto fascina a Mr. Stevens. Esta teoría del viaje se cumple para quienes recorren ignotas geografías más para aclarar sus pensamientos que para apreciar los dones exteriores. Un viaje, bajo dichos términos, es una excelente ocasión para contarnos nuestra vida, la que muchas veces creemos recordar con vivacidad, pero que confrontados con el ejercicio del rememorar advertimos que podemos reconstruir menos de lo que creíamos. Lo que se haya salvado del olvido estará cubierto por una espesa neblina, que de tanto en tanto puede disiparse parcialmente. ¿Tan poco transparente puede ser nuestra propia vida? Mr. Stevens tiene la pregunta ante sí. No sabemos si será capaz de responderla. Y si acaba por hacerlo, es difícil predecir si podrá lidiar con las consecuencias de lo que excede, por mucho, cualquier pacto de pulcra servidumbre. ¿Abrirá esa puerta?
Link de fácil acceso para ver la película en idioma original con subtítulos en español: https://ok.ru/video/930589903494
*Andrés Russo (Junín) es autor y docente, se desempeña como capacitador en charlas y cursos relativos a la Educación Sexual Integral, la educación y la literatura. Ha trabajado en Junín, Chacabuco, Lincoln, General Viamonte y la zona. Desarrolla parte de su actividad en educación en contexto de encierro. Publicó, entre otras obras, El paseante. Autor en revistas literarias y medios de comunicación como La Tapera del Desierto y el sitio de noticias La Posta.