Por Andrés Russo

Un gran escritor escribe para un tabloide, acaso uno de los más exitosos que hayan existido en esta parte del mundo. No me refiero a Arlt y sus célebres, y ya clásicas, Aguafuertes, sino a las tan selectas como populares «historias» que Jorge Luis Borges publicó entre 1933 y 1934 en el naciente suplemento «Multicolor», sección del diario Crítica de Natalio Botana (réplica argentina de magnates periodísticos norteamericanos como Hearst o Pulitzer). Borges en ese momento ya contaba con el justo beneplácito de parte de la joven vanguardia poética, que él mismo había ayudado a fundar desde su regreso de Europa a principios de los años 20. También lo respaldaban poemarios importantes, como Fervor de Buenos Aires, y ensayos: Discusión, Inquisiciones, El idioma de los argentinos y Evaristo Carriego, entre otros. El momento en que Borges colabora con Crítica a través de los diversos capítulos de historia universal de la infamia, que irá entregando bajo la lógica del folletín para un público urbano de clase media baja, que busca entretenimiento pincelado con algo de cultura literaria. Al menos eso creyó el infalible olfato de Botana, quien no dudó en que su diario, que llegó a vender cientos de miles de ejemplares, debía calibrar adecuadamente el gusto inmediato de las masas, ávidas de los sangrientos policiales que sus rotativas no escatimaban, con alguna mediación cultural. Así, los episodios con que Borges, que se estaba despidiendo de sus simpatías yrigoyenistas y del elogio de Jauretche, va a entretener al lector de Crítica muestran formas bizarras de la crueldad, del engaño y, a veces, del sofisticado embuste a través de la estetización de episodios ocurridos en tierras lejanas (o en imaginaciones remotas), pero que sintonizaban con el despropósito gansteril que reinaba en la Argentina fascista y fraudulenta de aquellos años.

Durante demasiados años caí en el equívoco de subestimar Historia universal de la infamia. Fascinado, como lo estaba a los 17 años, por Ficciones (por ese breve, pero misterioso y esencial relato que es “Análisis de la obra de Herbert Quain”), encontraba en “los ejercicios de prosa narrativa” de Historia universal de la infamia unos tópicos y un enfoque que, ciertamente, me desagradaban. Fue, como tantas veces, la tenaz insistencia de un buen amigo lo que me llevó a ver, por caso, en “El atroz redentor Lazarus Morell” una historia digna de atención. Encerrado en la superstición de que algunos libros eran canónicos y otros despreciables, sin más justificativo que la jactancia del ignorante temeroso, todo ejercicio que tuviera como destinatario a un público masivo me parecía estéticamente sospechoso. Inconscientemente, rechazaba a este Borges pseudo populista. Eran mis años de liberal prolijo, de asceta, de cadáver.

La historia del comerciante de esclavos Morell es apasionante por la impostura canallesca que ejecuta mediante piruetas de simulación e ingenio. Traficar esclavos en el siglo XIX en el sur de los Estados Unidos era algo trivial. Hacerlo como santo patrono de los libertos, un verdadero acto infame y, como tal, digno de ser compilado.

La artesanía del embuste y de la mala conciencia forjan el destino americano. De hecho, el contexto que Borges repone para situar la historia del atroz redentor unifica los móviles canallas a uno y otro lado del río Grande. Son Morell, pero también el épico redentor Abraham Lincoln y el discrecional filántropo Bartolomé de las Casas. El valor de uno se fragua en el otro. La infamia se multiplica a lo largo de la historia y sus máscaras son variadas, incluso simulan piadosos rostros. Morell es el cabal signo de los infames menores, los que reclaman su propia historia. Lincoln y de las Casas peticionan por sus coronas de laureles pero, en definitiva, los espejos reflejan a unos y otros, variando simplemente la escala de sus atrocidades y redenciones.

El infame se compone sobre una heroicidad trunca, un viaje a mitad de camino entre los valores que  la historia con mayúsculas le reclama a los personajes que acoge (una historia de corte romántica, donde las gestas que definen una época son emanación de una vida) y sus posibilidades reales, que no rebasan los ardides de bandidos con pretensiones. Morell muere de una vulgar pulmonía. No se cumplió la irónica justicia poética de que el río al que procuró entregar el olvido de sus crímenes también acabara por ser su tumba. Aspirar al Mississippi, el padre de las aguas, era un despropósito.

La vida de un infame no se clausura bajo la trágica y portentosa figura del círculo, sino que se desgaja en patéticos e improvisados desvíos. No obstante, hay infames camuflados en la historia universal. Borges comienza la historia de Lazarus Morell afirmando: “En 1517 Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas.” La cadena de causas remotas de la infamia comienza en el cura de las Casas y termina en el atroz redentor Morell y, en el medio, caben las “dispares enumeraciones”.

En el prólogo a la primera edición de Historia Universal de la Infamia, ya como libro y no como entregas en el suplemento de Crítica, Borges bosqueja a los buenos lectores como cisnes tenebrosos. La imagen es certera. El joven Borges sabe que no debe subestimar a su público, más allá de que las historias posean una indiscutible raíz popular. En definitiva, toda buena historia tiene una génesis muy profunda, que siempre son los cuentos que los pueblos han contado, con variaciones, una y otra vez. Borges jamás lo negó, siempre supo que se cuenta, más o menos, siempre la misma historia. Su revolucionario aporte provino de la forma de presentar esas historias. Para ello perfeccionó el arte de amalgamar materiales que, de antemano, parecían ser imposibles de ser puestos en diálogo. Sí, el lector que disecciona como un buen anatomista es, definitivamente, más temible que un escritor, que siempre obra un poco a ciegas.

Borges aceptó reeditar Historia universal de la infamia en 1954. Podemos especular que el tiempo del ocaso del primer peronismo (o su deseo fervoroso de que el mismo aconteciera con prontitud) le pareció propicio para, sin tener que escribir panfletos anti-peronistas, su posición quedara clara. Los tiempos de Uriburu y Justo se intersectan con los de Perón y Eva. La inteligencia de Borges era, evidentemente, muy compleja, pero sus analogías políticas solían estar por debajo de su capacidad de hacedor irrepetible. No descarto ni confirmo esas motivaciones para volver a poner en la palestra un texto de juventud, cuando ya a mediados de los años 50 había publicado Ficciones y El Aleph que contienen, en buena medida, las piezas fundamentales de la narrativa breve más descollante del siglo XX y, probablemente, de todos los tiempos.

Natalio Botana en Crítica

En el prólogo a la segunda edición asegura que el libro es producto de los típicos excesos del barroco literario, pero que intentar mejorar el volumen equivaldría a su destrucción. Juzga que son ejercicios de un tímido que no se atrevió a la composición de cuentos directos, con la excepción de “Hombre de la esquina rosada”, del que Borges nunca se terminará de sentir orgulloso, y cuyo éxito siempre le parecerá “un poco misterioso”.

La Historia Universal de la Infamia permanece abierta y admite nuevos episodios. Nuestro desierto se dispone a ofrecer su abnegada colaboración. Es solo cuestión de oír aquello que ya está en el viento, como escribió, sin oprobio, Thoreau.