«¿Por qué la sexualidad de los hijos suele transformase en un conflicto familiar?”
Por Claudio Jonas*
Rescatando un aspecto de lo que dicen los que se oponen a la Educación Sexual Integral (ESI) con el argumento que en realidad esta educación le corresponde a la familia más que a la escuela o a alguna directiva de los ministerios de educación, habría que aclararles que esto ocurre de hecho y sin conciencia que se lo está haciendo en momentos de la primerísima infancia.
De la lactancia a la tercer mano
Estos primeros momentos están plagados de estímulos que, bien entendidos y sin prejuicios, no es muy difícil reconocerlos como fundamentos o antecedentes de los posibles placeres que otorga la sexualidad. Por ello, esos primeros momentos del desarrollo infantil no deberían dejarse librados a la improvisación del instinto maternal, que en los humanos no existe como algo natural que se pone en marcha junto con el embarazo. En realidad las posibilidades de la maternidad terminan siendo un condensado de las experiencias que ha tenido la madre en su propia historia, más algunas adquisiciones (no exentas de contradicciones) del círculo que la rodea.
La lactancia, además de satisfacer la necesidad de alimentos del recién nacido, contribuye a la inauguración de una nueva fuente de «necesidades» (para decirlo de alguna manera), que es la fuente de placer. Se hace obvio que el bebé no solamente busca mamar porque tiene hambre si no que poco a poco se va despegando de esta necesidad de alimentación y se va inaugurando el primer eslabón de una larga inagotable cadena de placeres: se chupa el dedo, se chupa los pies, toma cualquier cosa que encuentra cerca y no duda en llevárselo a la boca.
Incluido en este periodo de lactancia es fácil observar cómo los chicos van descubriendo que la zona de los genitales producen fuertes sensaciones de placer y, por supuesto, buscan repetir esta satisfacción. Además, como no tienen ninguna conciencia moral tampoco tienen inconveniente en hacerlo público.
Es común y corriente que quien cambia los pañales a los bebés más de una vez necesita de una tercera mano. Porque mientras con las dos manos tratan de juntar el pañal y abrocharlos los bebés no dejan de tocarse. Y entonces alguien tiene que sostener la mano del bebé para completar la puesta.
Mirar, mirarse, ser mirado o mostrar
Aunque cueste creerlo esta exploración y descubrimiento del propio cuerpo además de inaugurarla e ir configurando lo que finalmente termina siendo los placeres sexuales también va generando los cimientos del pensamiento de la identidad y de la motivación de todos los futuros aprendizajes.
Mirar, mirarse, ser mirado o mostrar son formas de reconocer el mundo circundante y tantear en él las posibilidades de satisfacción. En su forma más atrevidas o más disimuladas estas posibilidades se conservan durante toda la vida y cumplen una función presente en todas las especies: garantizan la reproducción y por lo tanto la conservación. Claro que a diferencia de las especies animales, en los humanos esta posibilidad se independiza de la reproducción y se sostiene también como fuente de placer sin otro fin que éste en sí mismo.
Ahora ¿qué pasa cuando todo esta búsqueda de placeres que incluye el chupetear, mirar, mostrar, tocar, tocarse, se va concentrando y toma como destinatario alguno de los integrantes de la propia familia? En general, esto se desarrolla sin ningún contratiempo mientras no sea evidente para los adultos que ya va dejando de ser un inocente juego infantil y se descubren las segundas intenciones -como se suelen llamar a las primeras intenciones-.
El conflicto inevitable
En estos momentos el conflicto parece inevitable, y de hecho lo es. ¿Por qué? Porque enfrenta a todas y cada una de las familias con la obligación de orientar esos deseos sexuales hacia horizontes extra familiares. ¿Cómo se encara esto en general? Mal. ¿Por qué? Porque justamente es allí que se pone en evidencia que la potestad familiar para intervenir en lo que sería una beneficiosa educación sexual carece de información y está plagada de prejuicios que convierte este importantísimo periodo en una zona oscura y tenebrosa.
Se da por supuesto que los resultados de cualquier solución que se implemente será beneficiosa. El más elemental sentido común demuestra que es de una ingenuidad imprudente esperar que al poner en marcha una parafernalia de recursos que alternen la indiferencia, el repudio, la vergüenza, el asco, los reproches y castigos varios, se esté impartiendo algo que se llame «educación».
Otra cosa sería si las familias contaran con la información que, en realidad, la sexualidad infantil existe desde el comienzo de la vida y que no se trata de un fantasma ni de una enfermedad de la cual haya que curarse ni avergonzarse.
Contrariamente a lo que se intenta instalar, cuanto más esfuerzos se hacen por desconocer estas evidencias, más se promueve su resolución por caminos alternativos y anormales.