El COVID-19 puso al mundo entero en una situación casi inédita: una pandemia, el aislamiento social y obligatorio dictado por gobiernos presentes por un lado y la falta de medidas preventivas de otros, por otro; la exposición más grande en años -tal vez, de la historia- de la importancia de sistemas de salud públicos eficientes, de las desigualdades sociales, las falencias más duras del capitalismo financiero y especulativo, el rol de los «dueños» de todo, y el pedido de salvataje estatal de quienes odian al Estado. No alcanzarían estas páginas para mencionar todas las aristas analizables de lo que se viene desarrollando desde y a partir del coronavirus y su impacto social, político y económico. La antropóloga Rita Segato, en esos términos, definió al COVID-19 como un «significante vacío», al que desde distintos sectores políticos se le asignó una perspectiva discursiva diferente en relación a su impacto y el «futuro», y seguramente sea una de las definiciones más acertadas al respecto. Nobleza obliga, debemos decir que más allá de los análisis, de las palabras, de lo que se pueda pensar al respecto, nada de esto es determinante: no sabemos a ciencia cierta qué viene después, en los aspectos mencionados y en la cotidianidad, qué estructuras se mantendrán y cuáles se modificarán, ni cuál será la nueva «normalidad». Pero lejos de alarmarse, este tiempo también puede darnos lugar a pensar y debatir sobre el futuro.

No es nada nuevo decir que grandes sucesos a nivel mundial, ya sean guerras o pestes, por poner ejemplos, han sido motores de cambios estructurales en distintos niveles. No discutiremos aquí las distintas teorías del origen del virus, sino que tomaremos en cuenta la realidad (su existencia, lisa y llanamente) para analizar algunos posibles escenarios del porvenir. Entre los augurios al respecto, muchos hablan del futuro como una utopía o, caso contrario, una distopía. No parece avizorarse ni una ni la otra: ni una sociedad ideal, de justicia y felicidad plena; ni una apocalíptica, indeseable, en donde nunca más podamos darnos un abrazo o un beso. En todo caso, debemos pensar si la actualidad social y sistémica, con hambre, desigualdad, invasiones y guerras con drones de mando a distancia no es una sociedad distópica, indeseable, aunque sin los detalles de las películas y libros de ciencia ficción, con zombies o extraterrestres (al menos, por ahora).

IMAGEN: En Retiro el contraste es marcado entre la precariedad y la urbanización

Mercado autorregulado: cerrado por derribo

En primer lugar, el coronavirus ha derribado algunos mitos: los sistemas perfectos e impenetrables, aquellos modelos a copiar para todos y todas, no existen. Que los gobiernos de países desarrollados «funcionen solos» y no sea necesario un Estado capaz de tomar decisiones constantemente, es mentira. Que el mercado es capaz de autorregularse, los beneficios y bondades de un Estado mínimo, y que la equidad y la justicia social son cuestiones meritocráticas, son falacias absolutas. Hoy vemos a conservadores y liberales pedir un salvavidas a los Estados, vemos países «modelos» que manejaron mal la situación desde un comienzo con la excusa de «priorizar la economía» y hoy cuentan cadáveres por doquier, y la inseguridad de vivir buscando el famoso sueño americano, exportado al mundo en distintos formatos como una forma de vida prácticamente inalcanzable y que no cumple sus expectativas. Un caso testigo, sin dudas, es el de Estados Unidos. Desde un comienzo, el presidente Donald Trump minimizó a la pandemia y postergó medidas para su prevención y tratamiento. «Cuidar la economía» le costó al país de América del Norte, hasta el momento, 33,5 millones de puestos de trabajo perdidos solo en los meses de marzo y abril, la pérdida de empleo más grande de toda su historia. Y en torno a la salud, tampoco fue muy bien la cosa: al día de hoy, son 1,4 millones los estadounidenses infectados y ya cuentan con casi 84 mil muertes. Recordemos que, además, y de manera progresiva, Trump desmanteló casi en su totalidad el Obamacare, un programa estatal que, si bien no solucionaba para nada el problema del acceso a la salud en Estados Unidos, era un buen aporte para costear la atención médica a los sectores de menores recursos.

La sensación es que, en algunos aspectos, le tenemos miedo a una sociedad que ya estamos habitando

Juan Manuel Blaiotta

Habitando la distopía

Una pregunta que podemos hacernos aquí es si el COVID-19 vino a romper un sistema que funcionaba, o tan solo expuso sus miserias y aceleró un proceso en declive. A juzgar por los hechos hasta enero del 2020, seguramente la segunda opción sea más acertada. No hay ningún análisis que pueda decir lo contrario, o que pueda contradecir fehacientemente esta caída. Según datos de OXFAM International, una federación que nuclea a organizaciones no gubernamentales de más de 90 países (entre ellos Argentina), en lo que va del 2020, más de un millón de personas fallecieron en el mundo por no tener acceso al sistema de salud, incluídos países que son potencia pero no cuentan con salud pública. Ninguno de ellos, claro está, falleció por COVID-19, sino por cualquier tipo de otras causas que hubiesen sucedido de igual manera sin una pandemia azotando. ¿No es ésto vivir en una distopía? En las últimas horas, una de las máximas preocupaciones de gran parte de la ciudadanía mundial y uno de los escenarios que se plantean como posibles, es el de una sociedad de control total, tiránica, en donde los gobiernos y las empresas contengan todos nuestros datos y puedan dominarnos a través de eso. Sí, suena un poco duro, pero ¿qué es la actualidad en comparación con eso? ¿No es algo similar? ¿No están todos nuestros datos, gustos personales, búsquedas, comidas favoritas, y relaciones sentimentales en distintas bases de datos de la web? ¿No brindamos nuestros datos a encuestas, a Google, a Facebook, a Instagram? ¿No están ya en pleno funcionamiento las consultoras internacionales, como Cambridge Analytica, trabajando para distintas campañas políticas? La sensación es que, en algunos aspectos, le tenemos miedo a una sociedad que ya estamos habitando. A un supuesto futuro que ya está ocurriendo.

sin salud pública, millones de personas se mueren por causas evitables

Juan Manuel Blaiotta

Un camino posible

Ante ese panorama, triste pero de todos modos real, concreto y actual, nos queda pensar cómo habitar un nuevo mundo, que reemplace a éste, que con pandemia, pero también sin ella, resulta de por sí desolador. Como mencionaba en la columna de la semana pasada, pensar que por compasión, por recapacitación, o por lo que sea, el pequeño porcentaje que concentra a la mayoría del poder mundial (económico, mediático, productivo) van a cambiar sus métodos y sus intereses, a redistribuir la riqueza, a pagar salarios justos, a abrir el juego de la opinión y la palabra, más que inocente parece un poco tonto. El dato de vital importancia para el desarrollo del futuro de nuestra trama está, justamente, en que es un pequeño porcentaje. No serán ellos quienes cambien su mentalidad, quienes reconozcan a lo público la importancia vital que tiene. Vital, sin nada de metáforas, sino con una literalidad tajante: sin salud pública, millones de personas se mueren por causas evitables, sin educación pública, millones de personas no acceden a la educación en cualquiera de sus niveles, sin la regulación de los Estados. La universalidad y el acceso a derechos humanos como la salud, la educación, al trabajo registrado, a la dignidad, deben ser el nuevo objetivo común de las sociedades, cuya composición, cíclicamente en buena parte, se puede encontrar de un momento a otro defendiendo con uñas y dientes intereses que no solo no son propios -lo cual, de por sí, puede estar bien- sino que atenta directamente contra su sector. Un fortalecimiento eficaz y colectivo del Estado puede ser la configuración de un nuevo mundo. No utópico ni ideal, al menos en el corto y el mediano plazo, pero sí mucho mejor que el que transitamos en la actualidad.

IMAGEN: En Tigre la pobreza y la opulencia están separadas por un muro

El apoyo popular hacia ese camino resulta fundamental para llevar a cabo un nuevo sitio. No hay fórmulas mágicas ni otras maneras de hacerlo: nadie despertará un día y pensará, intempestivamente de la noche a la mañana, que hay que darlo vuelta todo. Es, sin dudas, un proceso lento, y dependerá de las conciencias comunitarias “aprovechar” esta sorpresiva e incierta coyuntura aparejada por el COVID-19. Barrer las miserias del sistema hasta eliminarlas, y con ellas, correr del mapa a quienes generan esas miserias, de una vez y para siempre. Entender al nuevo mundo con sus aspectos fundamentales, con la inclusión digital y la conectividad como un nuevo derecho, con la ciencia y la tecnología al servicio de los pueblos y no de entidades multinacionales y sus patentes impagables, con conciencia social y ambiental. Pensar qué hacer y también reconfigurar las matrices productivas, el uso y extracción de los recursos naturales. Así, todo junto, apilado en un párrafo y entre comas, parece demasiado, parece quimérico, suena tan lejano que se supone imposible. Sin embargo, no es así. Sin recorrer ese nuevo camino, el futuro resultará seguramente más sombrío. Pero rompiendo la estructura imperante del individualismo (no las individualidades) el nuevo mundo no es -tan- inalcanzable.

El Bosco, pintor que planteó una de las primeras distopías