Pandemia y educación: ¿Quién educa?, por David Chiecchio profesor en Historia
La mayoría vive esta pandemia como una total novedad, los medios de gran circulación la presentan, en buena medida, como una situación “inédita”. ¿Desconocen la historia? En internet se puede leer hasta el cansancio cómo otras enfermedades han asolado diferentes zonas del globo condicionando social, política y económicamente la época.
Ahora parece que descubrimos miles de libros, películas, investigaciones que habla(ba)n de la existencia de una amenaza pandémica. Con poco leer también puede advertirse que la estrategia de aislamiento es efectiva sanitariamente, pero con un grave efecto colateral, y que no se relaciona necesariamente con la depresión económica, es la crisis de legitimidad social e institucional.
Y si es inédita, ¿por qué se da la misma respuesta que en una situación de normalidad? O si, como también dicen, el escenario del futuro es imprevisible, ¿cómo crear respuestas institucionales que se adapten a lo desconocido?
En este escenario de cambios es que debemos preocuparnos por lo que le espera a la escuela pública. Porque su crisis ya existente queda ahora expuesta de una forma singular y evidente. Pero es su carácter gratuito y público corren un serio riesgo si su única respuesta a la crisis de la pandemia, como se ve, es intentar la digitalización para seguir manteniendo un vínculo escolar basado en las tareas obligatorias.
Esta metodología escolar se condice con una creencia popular: “no perder días de clases”. Esta frase, curiosamente, coincide palabra a palabra con la que se dice en recientes épocas de paros docentes. Una palabra es la nueva meca de los medios: “contenidos”. No importa que las familias, los niños, los docentes y el Estado entiendan cosas diferentes por la palabra. La confusión la aprovechan quienes piensan que es mejor no generar conflictos en este momento.
Esto hace que uno se sienta tentado a preguntar sobre quién o qué va a contenerlos. No es difícil concluir que el niño es entendido como un “envase” que hay que llenar. Se tiene por cierta una mentira: que desde casa, haciendo actividades, trabajos prácticos y “clases” por teleconferencia se aprenderá lo que la escuela se propone enseñar.
Si esto fuera verdad, quienes desde hace años afirman que la escuela terminará por desaparecer como formato institucional y que el docente y el aula serán reemplazados en los entornos digitales tendrían razón. ¿Es así?
El desprestigio de la escuela, en cuya raíz está el desinterés de niño, es aprovechado en este contexto como una oportunidad por los que hace años intentan lograr que la inversión privada avance en el terreno educativo.
Muchos estudiantes secundarios, cuando uno le pregunta qué les gustaría aprender responden: “cosas de la vida”. Y agregan “porque en la escuela me enseñan cosas que no sé para qué me van a servir”. Parece más que sensata la respuesta. ¿Quién aprende lo que no le interesa? ¿Quién come lo que no le gusta? ¿Cómo entusiasmarnos con lo que no disfrutamos?
La poca dimensión que se toma de la crisis de credibilidad se distingue en tres contradicciones: a) que nuestra actual vía de comunicación antes era desconsiderada y desprestigiada: el celular; b) que cualquier forma de enseñanza digital en las actuales condiciones significa la transferencia de la obligación del Estado a la familia: tiene que aprender a enseñar incluso lo que desconoce, y si el niño se educa dependerá de sus “esfuerzos”; c) que la continuidad pedagógica que los agentes gubernamentales y teóricos pedagógicos aseguran llega en forma de tarea obligatoria y presión familiar a los estudiantes argentinos.
La escuela (los que trabajan, los que estudian, los que la gobiernan) deben y debemos tomar la suficiente dimensión del problema: solo una experiencia positiva para el niño, enriquecedora, respetuosa de su opinión, que reconozca su singularidad, que permita a la familia participar en igualdad de condiciones, puede llamarse “derecho a la educación”.
En tanto continúe generando su propio diagnóstico sin tener en cuenta la opinión de los involucrados, la escuela misma seguirá generando las condiciones para el avance de un discurso economicista y mercantil (también basado en la palabra “contenidos”) que pretende destruir la credibilidad del Estado para garantizar la educación y de esa manera, por fin, lograr que recibir una “educación” sea un bien solo al alcance de los que puedan pagarla.
PS: Esta nota es complementaria de otra anterior. Lo que en esa y esta nota pude escribir se lo debo a las conversaciones con estudiantes y padres, colegas y profesionales amigos comprometidos con la educación y la democracia. Entre ellas quiero destacar la de Claudio Jonas.