En esta nueva entrega, Claudio Jonas nos propone reflexionar acerca del error en el ámbito educativo: cómo se lo ha tratado históricamente, porque se asocia al error con el castigo y qué resultados le ha dado al sistema educativo y a la ciencia pedagógica.
«Somos los humanos los que no encontramos la manera natural de educar», dice Jonas para explicar nuestras dificultades a la hora de encontrar un camino que nos permita avanzar en el terreno educativo valorando las diferencias al comprender que «cada error tiene causas que lo motivan».
«La actitud frente al error distingue al docente del domador”
Por Claudio Jonas*
El error no goza de simpatías en el ámbito de la enseñanza-aprendizaje, por eso, se ha hecho lo posible y lo imposible por eliminarlo, y, como no se logra hacerlo de cuajo (ni por decreto), se suele emprender una batalla creciente y sostenida contra los que los cometen. Eso sí, sin tomar en cuenta que el temor es un pésimo condimento para el pensamiento y un poderoso estimulante del olvido y los errores.
A esta altura de la historia ya son innumerables los ejemplos que demuestran que en cada error, de cualquier índole que sea y en cualquier nivel que se manifieste, existe la posibilidad de que encierre un razonamiento que lo provoca, el cual, vale la pena recordarlo, a veces es más elaborado, más complejo o incluso más inteligente que el que se requería para no cometer el error. También es archi conocido el hecho de que varios descubrimientos científico-tecnológicos han tenido, y seguramente tendrán, su partida de nacimiento en un error.
Observando cómo se reacciona y/o actúa ante la aparición de errores ajenos o propios -tanto más cuanto estos se repiten- se hace evidente y notorio que se lo homologa al delito, de allí que se piense automáticamente en cómo castigarlo para corregirlo. ¡Como si el castigo pudiera exhibirse como efectivo remedio para los delitos!
¿De dónde proviene la asociación aparentemente indisoluble entre corregir y castigar?
Algunas experiencias de psicología comparada (realizadas en animales) comprobaron que a mayor número de repeticiones, mayor vigor y mayor duración de un estímulo, algunos animales retienen la experiencia y pueden repetirla.
Sin embargo, la experiencia de castigar los errores en los humanos se da de bruces con que, salvo excepciones, esa metodología no garantiza los resultados esperados.
Cuando se hace el camino inverso, esto es, se observa cómo los animales ayudan a sus crías a adaptarse al medio ambiente, la conclusión es lapidaria: los animales no castigan a sus crías para entrenarlas. Tampoco para hacerles notar (a la manera de cada especie) que tal conducta no es apropiada
No es difícil concluir, entonces, que somos los humanos los que no encontramos la manera natural de educar.
De todas maneras, más allá de los motivos originales que impulsaron a nuestros antecesores a corregir castigando, las nuevas generaciones merecen -hoy más que nunca- empaparse en procedimientos más coherentes e indudablemente más fecundos.
En pocas palabras, cada error tiene causas que lo motivan.
Considerar que es indistinto el porqué se produce y unificar las acciones para enmendarlo es un contrasentido: es como suponer que un mismo síntoma, la fiebre por ejemplo, debe tratarse siempre de la misma manera, sin importar qué es lo que la puso en marcha.
En realidad, sólo el descubrimiento de los mecanismos subyacentes al error es lo que le dará verdadero sentido a la tarea de enseñanza aprendizaje.
En este contexto el docente encontraría el verdadero sentido de su presencia, que nada tiene que ver con la tarea de distribuir material de estudio y luego hacer una escala por capacidad de memorización. Investigar junto a los alumnos el porqué de cada error, entender las motivaciones en juego, descubrir razonamientos correctos o audaces, redescubrir al pensamiento como aventura, fortalecer la confianza en la capacidad de pensar, minimizar los juicios de valor en torno a los equívocos, recuperar sin condiciones el método del ensayo y error como proceso ineludible del pensamiento, y, de paso, reubicar el aprendizaje como un regalo y no como una amarga obligación.
*Claudio Jonas es médico psicoanalista y asesor pedagógico. Es ex-docente universitario de grado y postgrado en Medicina (UBA), Psicología (UBA y UCES). Es autor, entre otros, de “Hay límites que matan”. Ha participado en medios gráficos, televisivos y radiales, se destacan sus colaboraciones para Página12. Como asesor pedagógico intervino en instituciones de salud mental y en más de 50 escuelas públicas y privadas, entre ellas de Chacabuco
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