La puerta de la casa estaba semiabierta y entra sin saber de los peligros. El niño disfruta el momento de tocar con sus pies descalzos las frías cerámicas del piso, y recorre el lugar así como si lo conociese. El camino estaba indicado, no estaba divulgando. Guiado por el perfume de mil olores llega al destino.

Al fin acerca su nariz a la olla y cierra los ojos devorando el olor del tuco de la vieja. Abre los ojos y se mira con la desconocida, ambos sonríen. Mira a la olla y a la mujer, vuelve a mirar la olla, y se aleja. Observa la puerta y sabe que se tiene que ir, pero se queda parado sin querer irse y la vieja le pregunta si tiene hambre.

La fantasía había comenzado al salir del calor sofocante de la calle. En ese momento sus ojos se humedecieron. Conoció la vida. La vieja ponía un plato más y tarareaba una canción de algún amor atravesado. Le sacudía el corazón aquel pequeño cuerpo flaco que se acababa de sentar en su silla y estaba a punto de ser feliz.

Por Axel Bárcena

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