¿Es utópica la expectativa de políticas educativas realmente preventivas?

Por Claudio Jonas*

«Con la palabra castigo debe comprenderse todo lo que es capaz de hacer sentir a los niños la falta que han cometido, todo lo que es capaz de humillarlos, de causarles confusión: … cierta frialdad, cierta indiferencia, una pregunta, una humillación, una destitución de puesto.» (J. B. La Salle, 1828, cita de M. Foucault en Vigilar y Castigar).

A propósito de lo que el Papa Francisco deslizó como al pasar: «dos o tres palmadas en el traste no vienen mal«, convendría aclarar que: esa afirmación tiene sus bemoles.

¿Por qué? Primero porque es absolutamente errónea. Después, porque contradice su propia propuesta expresada en Brasil: «hagan lío» . La resultante sería: hagan lío así les aplicarán un correctivo.

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Digamos en defensa del Papa que su propuesta no tiene nada de original, como tampoco se espera de él que sea un innovador pedagógico. Sólo resume en el ámbito doméstico lo que es moneda corriente en la vida cotidiana extrafamiliar.

¿O no nos encontramos día a día con que en una comunidad en la que se manifiesta una ola delictiva es habitual observar que se reacciona multiplicando la sanción de leyes represivas?; o cuando los ciudadanos, aborígenes o campesinos reclaman por sus derechos, los encargados de dictar leyes ¿no suelen hacer uso de sus poderes para encuadrar esas demandas por fuera de las leyes y en consecuencia habilitar el castigo?

Históricamente las religiones amenazan con la ira de sus dioses, y excomulgan –cuando son benévolas–, o torturan y matan cuando no lo son; la escuela sanciona o excluye a los «malos alumnos» y, a «los que se portan mal».

También las viejas escuelas de psiquiatría encerraban (y encierran) así como castigaban (y castigan) a sus «enfermos». Entonces, sin ningún esfuerzo se llega a la conclusión de que existe una convicción plena y generalizada en que la coerción y el castigo son dispositivos formativos, correctivos y preventivos de primera línea.

De este botiquín reducido y pretencioso, aplicado cotidianamente en dosis indiscriminadas, se espera que evite, o por lo menos atenúe, la aparición de fenómenos de violencia, que desaliente la ola delictiva, que evite las adicciones y las aberraciones sexuales. Al mismo tiempo, esta herramienta multifunción debería estimular indiscutibles valores universales, así como también en los alumnos, los escurridizos deseos de aprender.

Sabemos que estos remedios tradicionales se complementan con otros tan usados y tan ineficaces como los anteriores: el soborno («si hacés lo que te pido te doy lo que te gusta»), la extorsión («hasta que no hagas lo que te dije no te devuelvo…») y el chantaje («si no lo hacés se lo cuento a…»).

Sin embargo, si comparamos los enormes esfuerzos destinados a esta labor con los magros resultados obtenidos, es público y notorio que las metas no se alcanzaron y que cada vez se vislumbran más remotas.

Es más, no solamente no han logrado lo que se proponían, sino que es más coherente pensar que estas acciones punitivas, restrictivas, vindicativas… están más cerca de ser causantes que correctoras.

En lo que a la violencia y al delito se refiere ¿acaso es cierto que las religiones o las legislaciones seculares -con sus correspondientes penalidades- atenuaron su virulencia?

¿Cómo es posible que, mientras asistimos al incremento de todo aquello que es razonable considerar desencadenantes de violencia y/o delincuencia, sigamos dilapidando esfuerzos en hacer desaparecer la violencia con más violencia sin atender a las causas que la provocan?

Otro tanto ocurre con la sexualidad. Que la sexualidad es patrimonio de los seres vivos ya no será negado por nadie que esté en su sano juicio, pero, la persistencia de luchas milenarias por dominarla y encaminarla -con fines sociales, morales o económicos- ¿ha hecho algo más que entorpecer y pervertir su naturaleza?

¿Y qué es lo que se ha impulsado para prevenir las adicciones? Nada que atienda a los factores causales y predisponentes.

¿Qué otro saldo nos podría dejar el balance de esta administración de caducos, contradictorios y arbitrarios remedios caseros, que una enorme cosecha de amargos fracasos?

Frente a este panorama es lógico preguntarse ¿es utópica la expectativa de políticas educativas realmente preventivas?

No se trata de dejar todo a su libre curso, -como se aduce para seguir haciendo más de lo mismo- sino de apuntar a lo que verdaderamente necesita un individuo para crecer con autonomía, con claro y efectivo respeto por sus derechos, con plena capacidad de goce y de defensa y por lo tanto sin verse compelido al desprecio por su propia vida o la de los demás.

¿Desde dónde impulsar un cambio de esta índole?

Desde todos los ámbitos posibles, entre los que no deberían estar ausentes los medios masivos de comunicación. En estos últimos, las opiniones en uno u otro sentido validan la repetición irreflexiva de una concepción autoritaria de la salud, la política y la educación o, por el contrario, invitarían a ponerla en tela de juicio.


*Claudio Jonas es médico psicoanalista y asesor pedagógico. Es ex-docente universitario de grado y postgrado en Medicina (UBA), Psicología (UBA y UCES). Es autor, entre otros, de “Hay límites que matan”. Ha participado en medios gráficos, televisivos y radiales, se destacan sus colaboraciones para Página12. Como asesor pedagógico intervino en instituciones de salud mental y en más de 50 escuelas públicas y privadas, entre ellas de Chacabuco