Vaya a saber uno cuáles son las conexiones entre la escritura como arte y los periplos personales de algunos escritores. Como decía por allí Miguel Briante eso… que si son necesarios los reformatorios para que hayan buenos escritores. Está claro que era más una crítica a la academia, a las normas, que una constatación general dicha por el escritor Juan Rulfo, que perdió de niño a sus padres.
Yo no he podido sacarme esa idea de la cabeza al leer los cuentos Zuhair Jury reunidos en el libro El Romance del Aniceto y otros cuentos que publica Editorial Mil Botellas. Junto a su hermano Leonardo Favio (director de cine y cantautor) corrieron esa suerte misma que Rulfo. En los cuentos reunidos, la mayoría incorporados desde la edición original de 1969, no sobran palabras, y en cambio en ellas la belleza de una vida salvaje y sorpresiva brota en todos lados, palabras que hacen única la noche negra y la soledad de los niños sin madres.
En el libro pueden encontrarse los cuentos «El Romance del Aniceto y la Francisca» y «El dependiente», que dieron el título y argumento a las películas dirigidas por su hermano. El primero se resume en una dialéctica ambivalente entre el amor, la pobreza y un gallo de riña, motivo que sirve al escritor (y al director también) para sostener una metáfora de la sociedad que se resuelve en la última escena, cuando Aniceto comprende su error y decide enmendarlo. Algo similar con «El Dependiente», cuento que llama la atención por la capacidad del autor para mantener en vilo al lector a través de una trama que aparentando ser zonza también se revela como una gran lectura acerca de las relaciones que entablamos con las personas, nuestros deseos y el mundo. En esta la lectura política es obvia, lo que no quiere decir que sea la única.
El libro ha tenido numerosas ediciones y reediciones. En este caso, además de las correcciones que se realizaron de acuerdo con el autor se incorporó un cuento, «La Mariscala» que se supone autobiográfico. Este cuento donde es protagonista una mujer es el encargado de cerrar el libro. Pero el otro que protagoniza una mujer, «La Boliviana», es el que lo abre. No es casual, claro, cuando se vea el rol que las mujeres cumplen en estas tramas.
La boliviana es una mujer que ejerce la prostitución en un pueblo pequeño donde el turco tiene un bar. En el bar la boliviana llega todos los 8 de cada mes a atender allí. Con este argumento Jury teje la trama de la impotencia, muestra cómo el deseo y el deber ser, a lo mejor, se enfrentan irremediablemente. En este cuento he encontrado un pasaje bellísimo donde seguramente haya también un rasgo autobiográfico del autor:
«Mi hermano duerme. Su mano niña cuelga al costado con los dedos entreabiertos como sosteniendo aún una pitada que hace rato se la fuma el sueño. El pucho humea lento, ceniciento. Mi hermano duerme. Mañana la boliviana, de gaucha, le dará unos pesos y tendrá para un par de atados, para el invite en la Gruta Azul a dos o tres pendejos a cambio del asombro, o quizá comprará un regalo, un muñequito de treinta centavos con el que viajará hasta la angustia de nuestra madre. Mi hermano duerme asomado a su sueño; vuelve a robarle todo el cuerpo a las cobijas y se va desnudito y corriendo a la hendija, a seguirse mirando; a veces no se encuentra y se queda expectante, inmóvil, confundido. A veces lo que ve, le causa tal asombro y estupor que se lleva una mano a la mejilla y queda con la boca entreabierta y los ojos fríos. Ve muchas cosas, y entre ellas, la mano oscurita de la tía Berta alcanzándole un bizcocho tibio y dulcísimo, y entonces sin poder más se mete por la hendija y se le abraza a las faldas hundiendo su cabecita en el vientre que se agita en una risita feliz. Mañana esperará, jugando con un palito en el agua de la acequia, que doble la esquina de la vereda alta, el cuerpo gordito, menudo, y vestido de rojo de la boliviana. Mi hermano está despierto, tiene su rostro vuelto hacia mí; la penumbra de la luz de la luna da en los pies del elástico con patas que es su cama, y alcanzo a ver su rostro blanquecino, oval y niño, que mira brillándole los ojos grandes y oscuros. No tenemos nada que decirnos».
Ese despliegue de sencillez, de una prosa que fluye como río, sin ese pedregoso ripio que a veces imponen las convenciones, se repite en «La Mariscala», una historia sin igual: la mujer es la dueña del lupanar que tiene una vida atravesada por el amor desdichado hacia otra mujer.
La figura de la Mariscala expone cómo la mujer ha dominado determinados ambientes y especialidades, una declaración más que hace al compromiso del autor: «Desde su gran sillón de mimbre domina el caserío de ruines y cartoneros del Callejón de las Rosas, hasta los lindes del basural humeante del Mapocho. A su puerta llegan a dirimir conflictos mujeres golpeadas, hombres tajeados. Los domingos se la llevan casi en andas a hacer de juez de peleas de gallos de riña en un sangriento reñidero de las afueras. Yo voy con ella».
Como sea, en «La Mariscala» también aparece, con una cuota de humor, el drama del amor en toda su plenitud, que es el desencuentro, y también está tocado por el entorno social que por medio del observar formatea. Pero a diferencia de la boliviana, que va hacia el pueblo, la mariscala parece haber creado en su lupanar su propia cultura.
En ambos cuentos la relación entre el centro y la periferia, la mirada sobre los excluidos, su juzgamiento moral están presentes, pero el conflicto alcanza el clímax en el final del primer cuento, que viene a resumir esa actitud bochornosa de quien no se anima al placer ni a la crítica y permanece duro como un adoquín, siendo apenas un juntador de guita o un espectador de la vida por miedo a lo que dirán:
«El cantor del boliche se ha callado. Ahora la calle es un crespón, un luto. Detrás de las ventanas y las puertas, los vecinos tienen los ojos enrojecidos, y las orejas entumecidas de una espera expectante de comadres impúdicas y morbosas. El silencio se agranda, se agiganta, duele, Toda la noche está pendiente del gran momento, toda la noche late la espera hasta que al fin se recortan en la esquina gris de la vereda alta, las siluetas dramáticas de la boliviana y mi hermano. Sí es ella, llegó. Hay un clic en todas las ventanas, un leve chirrido detrás de cada puerta. Caminan hacia acá con un fulgor de pucho en cada boca, vienen riendo a carcajadas; ella trae en una mano una toallita envuelta en un papel de diario. Pasan bajo el foco milagriento del boliche y de atrás se asoma un enjambre de cabezas a mirarla. Mi hermano y ella siguen, cruzan el callejón, llegan al umbral, me hago a un lado y se pierden en lo oscuro hacia el lado de la pieza. Algunos de los hombres del boliche van saliendo y pitan nerviosos los cigarros. Detrás de las ventanas y las puertas el pueblo entero asiste solpapado al espectáculo; con su ansiedad atraviesan las sombras de la noche y participan en una orgía fantástica y silenciosa de ademanes lascivos y tenues como el pensamiento. Los hombres y las mujeres del vecindario se le deslizan por sobre la piel; desde sus lugares, seguras, sin culpa, las mujeres, palpitantes de envidia la roban de la pieza, la preguntan, la tocan, la manosean, la cansan. Los hombres desde sus camas hundidos en sus mujeres le siguen recorriendo el cuerpo desnudo y blanco.»
Por David Chiecchio
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